jueves, 5 de febrero de 2009

Carlos Dan

Carlos disfrutando de una opiácea velada junto a su amigo R. Antuán
(por cierto, Dan era un experto en agregar notas anexas a sus apuntes)

Carlos Dan (1816-1859) es un defensor del pensamiento victoriano, famoso por su fascinación por la inmundicia, lo obsceno, hiperbólico, desagradable y ruin, y a su vez por sus constantes defensas al estilo de vida anabaptista ortodoxo. Por más contradictorias que resulten estas pasiones, con la lectura de su obra logra uno comprender perfectamente la aparente dicotomía.

Fotógrafo darwinista por vocación, avaro y codicioso mercader, el adorable y decimonónico Carlos Dan ha sido uno de los más influyentes pensadores anónimos de la cultura occidental, marcando indirectamente con su obra un legado al mundo y linaje antropológicos como pocas personas han logrado. Su defensa a los valores que trascienden en el tiempo y en contra de los excesos innecesarios lo han llevado a planteos de lo más intrigantes, como su ensayo onomástico sobre la nada, el célebre estudio sobre las ventajas de la pimienta negra en la cura del vitiligo, y la conexión entre la imbecilidad crónica y la dieta anarkovegana hedonista (con sus derivadas causales mongoloides).

No incluimos en este listado la versada cantidad de apologías que Dan ha dedicado al uso de sanguijuelas para la vida cotidiana, ya que los más estudiosos de su obra no paran de encontrar toneladas de papel y tinta sobre las que este autor ha descargado argumentos favorables al uso de este anélido acuático que se alimenta de sangre. En suma se han recopilado más de 164.000 artículos relacionados, desde el uso de las sanguijuelas para curar la gonorrea, hasta defensas y justificaciones de una dieta a base de estos animales (sin contar sus inmensas colecciones de sanguijuelas (y su pasión por la disección y las amputaciones), que lo llevaron a conformar una extensa galería de imágenes y bibliotecas con cientos de croquis intentando entender el mecanismo de funcionamiento de este intrigante animal). Su búsqueda giraba obsesivamente en encontrar la forma de asentar el uso de sanguijuelas como método máximo de medicina, demostrando y denostando en distintas investigaciones los defectos de la química moderna y la potencial aplicación de estos bichis como única forma de medicina válida.

La indómita ganancia de afecto y fama por su obra le costó sacrificios importantes en varias ocasiones de su vida. Fulgurosamente despedazó a todos aquellos que lo rodeaban cuando quisieron vincularlo con actos de sadomasoquismo y alquimia revulsiva. Su frase "si caigo yo, caen todos ustedes, Darwin" ha adquirido un renombre importantísimo, al punto de volverse una usanza popular en el lenguaje cotidiano.

Su fascinación por las amputaciones y las proporciones desmedidas de los hiperobesos hicieron que fuera calificado en más de una ocasión como un depravado. Él recuerda con sorna en su autobiografía cómo hordas de campesinos iracundos con antorchas llegaron a visitarlo en diversas instancias, reclamando su ejecución en más de una ocasión. El afable Carlos se deshacía de ellos de maneras ingeniosas, llegando a inventar curiosos dispositivos que arrojaban aceite hirviendo sobre las turbas irritadas. Dan se quedaba con algunos cadáveres como trofeo de las diversas batallas contra estos campesinos, aprovechando las decenas de cuerpos para estudiar las particularidades de la anatomía humana. Incluso se comenta que llegó a empalarlos y exhibirlos en la azotea de su casa como advertencia de lo que podía pasar si le interrumpían en sus estudios.

Eximio defensor de la monogamia y los pensamientos únicos, Carlitos (odiaba que lo llamaran así) ha sido un referente en todos los temas que atañen a la cultura occidental, sentando las bases de la eugenesia bioconductora y permitiendo el descubrimiento de la cura a los cálculos bezoares rechonchos. Sus repercusiones fueron de vital influencia para los estudios culturales contemporáneos, como la importancia del ombligo en la biogenética (que en su tiempo era una ciencia inexistente), la antropometría antropofágica y la incidencia del colon irritable en las ratas de laboratorio.

Carlos Dan murió a la avanzada edad de 46 años, edad avanzada para las flamantes ciudades industrializadas, donde el promedio de vida alcanzaba escasamente los 40 años a causa de la urbanización a mansalva que provocaba masivas intoxicaciones de hollín en sus habitantes. Los escasos conocimientos de higiene personal de aquella época no permitieron resolver lo que en sus comienzos diagnosticaron como gripe, pero en realidad era tuberculosis. Este fue el primer síntoma de que algo andaba mal. Luego la sarna acabó con su sistema nervioso y su alimento a base de sanguijuelas provocó una horrenda infección en todo su tracto digestivo. El conjunto de malestares desembocó en el acabose de su vida (las sanguijuelas hicieron el resto). Al no tener a nadie que colaborara con su entierro, el estado de Georgia (único país que no había declarado el odio hacia su persona), decidió arrojar su cuerpo en aguas internacionales. Se calcula que sus restos están actualmente flotando aleatoriamente por la corriente de Humboldt.

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